El Dulce de Leche: más que un postre, un emblema nacional con múltiples capas

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El dulce de leche no tiene un origen único ni definitivo. Entre las leyendas que lo rodean, la más difundida en Argentina sitúa su nacimiento el 11 de octubre de 1829, en la estancia La Caledonia, en Cañuelas. Se cuenta que una criada preparaba una lechada —una mezcla de leche y azúcar— para Juan Manuel de Rosas, pero olvidó remover la olla. Al regresar, descubrió que el preparado se había caramelizado y adquirido ese tono ambarino y sabor inconfundible. Sin saberlo, había dado origen a uno de los mayores símbolos de la identidad nacional.

Otras versiones sostienen que su creación se remonta al siglo XVIII, en un convento de monjas en Montevideo, o incluso a preparaciones jesuíticas anteriores. También hay registros de productos similares en América Latina y Asia, mencionados por Marco Polo en sus viajes, lo que sugiere que el hallazgo de esta delicia pudo haberse dado en varios puntos del mundo de manera paralela. Pero, más allá de su génesis, fue en el Río de la Plata donde alcanzó su máxima expresión cultural y simbólica.

En 1998, el Centro Argentino de Promoción del Dulce de Leche y Afines impulsó que el 11 de octubre sea reconocido como el Día Mundial del Dulce de Leche, con el objetivo de rendir homenaje a este producto y promoverlo como parte esencial de la identidad gastronómica argentina. Años más tarde, en 2002, fue declarado Patrimonio Cultural Alimentario y Gastronómico de la Argentina, consolidando su valor histórico y afectivo.

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El dulce de leche es, además, una potencia económica. En Argentina se producen más de cien mil toneladas por año, de las cuales cerca del 90 por ciento se consume dentro del país. Cada argentino ingiere en promedio entre tres y tres kilos y medio anuales, lo que lo ubica entre los alimentos más populares. Buena parte de la producción está destinada a la industria alimenticia: se utiliza como ingrediente en alfajores, helados, tortas, postres y panificados. Aunque las exportaciones aún representan una fracción menor del total, su presencia en mercados regionales y en países como Estados Unidos, Alemania y Japón va en aumento. La falta de una denominación de origen controlada, sin embargo, sigue siendo un desafío pendiente que impide proteger su identidad frente a imitaciones extranjeras.

Más allá de la economía, el dulce de leche ocupa un lugar central en el imaginario colectivo. Está en los desayunos y meriendas familiares, en los cumpleaños, en los kioscos y en los viajes. Su sabor evoca infancia, hogar y pertenencia. Es uno de esos productos que trascienden la cocina para volverse parte del ADN cultural de un pueblo. En torno a él, las discusiones sobre su verdadero origen no dividen, sino que reflejan la fuerza de un símbolo compartido entre naciones hermanas, como Argentina y Uruguay, que lo sienten propio.

El presente plantea nuevos desafíos. Los costos de producción, la calidad de la materia prima, las normas de rotulado y los estándares de autenticidad son temas en debate dentro del sector. También la sostenibilidad: desde el uso energético en las plantas industriales hasta el impacto ambiental de los envases y el transporte. El consumidor actual demanda transparencia, trazabilidad y compromiso ambiental, y el dulce de leche no escapa a esa exigencia.

Celebrar el 11 de octubre no es solo un gesto de indulgencia gastronómica. Es una forma de reconocer el valor de lo cotidiano, de rescatar una tradición que une generaciones y de reivindicar la capacidad de un país para transformar la simpleza —leche y azúcar— en un símbolo cultural y emocional. En cada frasco, en cada cuchara y en cada recuerdo, el dulce de leche sigue contando una historia: la del sabor que nos representa.

Por: Loli Belotti

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