Pepe, de guerrero a leyenda

Por Osorio Víctor – Late FM
La muerte de José “Pepe” Mujica deja una marca difícil de igualar. No solo en Uruguay, sino en toda América Latina. Su legado político trasciende cargos: fue militante, preso político durante 13 años, senador, ministro y presidente. Pero, sobre todo, fue un símbolo de integridad.
La política latinoamericana y de reconocimiento mundial pierde a uno de sus últimos gigantes. Mujica fue parte de una generación que supo articular ideales con gestión, sin caer en la tentación del poder por el poder mismo. Como presidente, eligió vivir en su chacra y donar buena parte de su salario. Como referente, no dejó de advertir sobre los peligros del consumismo desenfrenado, la desigualdad y la deshumanización de la política.
“Podrán encerrar mi cuerpo, pero no mi esperanza”, escribió desde su celda en la dictadura uruguaya. Esa esperanza, cultivada entre barrotes y soledad, fue la semilla de un liderazgo diferente. Uno que nunca necesitó títulos grandilocuentes, ni estrategias de marketing.
Su mandato presidencial (2010-2015) fue ejemplo de gobernanza austera. Donaba el 90% de su salario, vivía en su chacra con su compañera Lucía Topolansky y rechazaba la ostentación. Esa coherencia conmovía incluso a sus adversarios. Desde allí construyó puentes. Mujica era capaz de conversar con jóvenes libertarios, sindicalistas veteranos o ejecutivos del BID con la misma naturalidad. Siempre con mate en mano y palabras sabias.
En la Argentina, tejió lazos de profunda afinidad con figuras como Néstor Kirchner, Cristina Fernández, Alberto Fernández y referentes sociales como Estela de Carlotto. Siempre defendió la integración regional como un horizonte posible, pero desde una postura crítica: “América Latina no puede ser una mera suma de discursos”.
Su visión política no fue solo institucional, sino también filosófica. Advirtió sobre los males del consumismo, la deshumanización de la política y el olvido de los valores republicanos. En tiempos de redes, su discurso pausado era un acto de rebeldía.
Con Pepe se va el último gran referente de una camada de líderes latinoamericanos que supieron mezclar utopía con gestión, humildad con estrategia, épica con pueblo. Hoy, más que nunca, su ejemplo se vuelve necesario.
Con él se va más que un expresidente: se va una leyenda viva, un líder que hablaba de frente y vivía como pensaba. Fue también un articulador natural. Dialogaba con Lula y con campesinos; con intelectuales y con estudiantes. Su figura generaba respeto en todas las orillas del espectro ideológico.
Pepe fue el último guerrero romántico de una política que hoy extraña ética, profundidad y coraje que deberá reorganizarse. Deja huérfana a una generación que necesita volver a creer que es posible luchar por ideales sin perder la ternura ni la dignidad.